EL ANUNCIO DEL EVANGELIO Y

SUS REPERCUSIONES COMUNITARIAS Y SOCIALES EN EL HOY DE VENEZUELA

 

Palabras pronunciadas en la Fundación INCIDE, Cumaná, 4 de junio de 2022

+Jesús González de Zárate S.

Arzobispo de Cumaná

Agradezco la invitación que se me ha hecho, en mi carácter de Arzobispo de Cumaná y Presidente de la CEV, a participar de este foro organizado por la Fundación de Derechos Humanos INCIDE, Organización No Gubernamental, sin fines de lucro, de dilatada trayectoria en la promoción y defensa del derecho humano a la Participación Ciudadana en el Estado Sucre. 

Se me ha pedido compartir algunas reflexiones, desde la perspectiva episcopal, que sirvan de pórtico a la presentación de los resultados de la investigación realizada por esta institución, como parte de su misión, sobre el Impacto de la emergencia humanitaria compleja en la población del Estado Sucre 2021-2022.

Tomando en cuenta los sueños de INCIDE, es decir, promover una  ciudadanía públicamente instituida y reconocida, democrática, participativa, protagónica, autónoma, con conciencia de derechos y con fortaleza para hacerlos valer en los asuntos públicos; el respeto hacia un Estado de Derecho, que posibilite la democracia, el libre ejercicio y defensa de los derechos humanos y una sociedad reconciliada, que desarrolle su existencia en un clima de paz, sin que las mayorías estén sometidas por la violencia y sin impunidad para violadores de Derechos Humanos, y viendo en ellos la inspiración cristiana que le dio origen y que sostiene el trabajo de sus miembros he escogido centrar mis reflexiones en cinco principios generales de la enseñanza social de la Iglesia y como ellas iluminan la actual situación nacional.

Esos cinco aspectos son:

La justificación de la intervención episcopal (y de todos los cristianos) en la valoración y actuación ante la actual realidad nacional;

La centralidad de la persona en la enseñanza social de la Iglesia;

La fundamentación de la reiterada opción preferencial por los pobres como perspectiva en el momento que nos toca vivir;

El trabajo de la defensa de los derechos humanos como contribución específica de la Iglesia a la gestación de una nueva sociedad en Venezuela;

La promoción del diálogo social en la misión de la Iglesia.

Evangelizar es hacer presente en el mundo el Reino de Dios.

Por eso, como lo afirma el Papa Francisco en continuidad con el magisterio de la Iglesia reciente, si no se toma en cuenta, la dimensión social de la evangelización, si esta dimensión no está debidamente explicitada, siempre se corre el riesgo de desfigurar el sentido auténtico e integral que tiene la misión evangelizadora (cf. EG 176).

El anuncio del Evangelio tiene un contenido ineludiblemente social: ya que en el corazón mismo del Evangelio está la vida comunitaria y el compromiso con los otros. El contenido de este anuncio tiene una inmediata repercusión moral cuyo centro es la caridad (Cf. EG 177).

Leyendo las Escrituras queda bien claro que la propuesta del Evangelio no es sólo la de una relación intimista con Dios. Por el contrario, resulta evidente que en la medida en que Él logre reinar entre nosotros, la vida social se irá transformando en un ámbito de fraternidad auténtica, de justicia, de paz, de dignidad para todos. Esto nos lleva a afirmar, como premisa a las breves reflexiones que hoy me han pedido presentar, que tanto el anuncio del Evangelio como la experiencia cristiana profundamente vivida tienden a provocar consecuencias sociales.

De allí que tengamos que subrayar que la evangelización no sería completa si no tuviera en cuenta la interpelación recíproca que se establece entre el Evangelio y la vida concreta, personal y social del hombre. El mandato de caridad de Jesús, que está en el centro de la propuesta evangélica, se proyecta todas las dimensiones de la existencia (familiar, económica, política, cultural), de todas las personas, todos los ambientes de la convivencia y todos los pueblos, ya que su destino es católico, universal. En definitiva, nada de lo humano le puede resultar extraño al auténtico amor (Cf. EG 181).

Por tal motivo, como también afirma el Papa Francisco, nadie puede exigir a los cristianos que releguen su fe a la intimidad secreta de las personas, sin influencia alguna en la vida social, nacional, internacional. Nadie puede pretender cercenar su derecho y deber de preocuparse por la salud de las instituciones de la sociedad civil, o de opinar sobre los acontecimientos que afectan a los ciudadanos.

En esa convicción, no hemos dudado en decir  hemos dicho “denunciamos la situación de crisis que golpea a nuestra nación y que, lejos de superarse, se agrava. Se trata de una crisis social, económica y política que se ha convertido en una “emergencia humanitaria” moralmente inaceptable[1], caracterizada por el menosprecio a la dignidad humana, pues viola el derecho fundamental a la vida, a la educación, a la salud, a la integridad y al desarrollo.

Una auténtica fe cristiana siempre implica un profundo deseo de cambiar el mundo, de transmitir valores, de dejar algo mejor detrás de nuestro paso por la tierra. Si bien “el orden justo de la sociedad y del Estado es una tarea principal de la política”, - y así la reconoce la Iglesia, sus miembros “no puede(n) ni debe(n) quedarse al margen en la lucha por la justicia. Todos los cristianos, también nosotros los Pastores, estamos llamados a preocuparnos por la construcción de un mundo mejor. De eso se trata, el rico y amplio pensamiento social de la Iglesia que, consciente de las realidades cambiantes de la vida social, es ante todo positivo y propositivo, orienta una acción transformadora” (Cf. EG 183).

De lo dicho hasta ahora, podemos concluir como lo hizo el Concilio Plenario de Venezuela en el documento “La contribución de la Iglesia a la gestación de una nueva sociedad” que “Una de las grandes tareas de la Iglesia en nuestro país consiste en la construcción de una sociedad más justa, más digna, más humana, más cristiana y más solidaria. Esta tarea exige la efectividad del amor. Los cristianos no pueden decir que aman, si ese amor no pasa por lo cotidiano de la vida y atraviesa toda la compleja organización social, política, económica y cultural” (CIGNS 90).

 

La Dignidad de la Persona Humana

La Constitución pastoral Gaudium et spes del Concilio Vaticano II, en continuidad con el magisterio social de la Iglesia, enseña que “el principio, el sujeto y fin de todas las instituciones sociales, es y debe ser la persona humana, la cual, por su misma naturaleza, tiene absoluta necesidad de la vida social” (GS 25).

Tal como lo recoge la Sagrada Escritura, esa dignidad y grandeza inalienable de cada una de las personas, surge del hecho de haber sido creadas a imagen y semejanza de Dios (Cf. Gn 1, 26-27). Por eso, “todos los atropellos a esa dignidad son atropellos al mismo Dios[2]

Por lo que debemos afirmar, que el hombre vale por sí mismo, por su carácter de persona singular y a la vez social, dotada de inteligencia y libertad, superior a la naturaleza (Cf. Sal 8, 3-8), y con vocación de fraternidad: “Todos han sido creados a imagen y semejanza de Dios, quien hizo de uno todo el linaje humano para poblar la faz de la tierra (Hch 17, 26), y todos son llamados a un sólo e idéntico fin, esto es, a Dios mismo” (GS 24).

Del carácter intrínsecamente social de la persona nacen las necesarias relaciones entre ella y la sociedad. Por esto, como lo señala el Concilio Vaticano II, “el desarrollo de la persona humana y el crecimiento de la propia sociedad están mutuamente condicionados” (GS 25).

Esto exige no sólo la proclamación de sus derechos inalienables, sino también la afirmación del principio básico del “bien común” que es “el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y fácil de la propia perfección” (GS 26; Cf. DP 317). El bien común, por lo tanto, debe ser el eje rector y ordenador de los bienes parciales, así como la meta de toda la actividad social, económica, política y cultural de la comunidad nacional (cf. CIGNS 96).

Esto se aplica especialmente al orden económico, cuya finalidad fundamental “no es el mero incremento de productos, ni el beneficio mayor, ni el poder, sino el servicio del hombre, del hombre integral, teniendo en cuenta sus necesidades materiales y sus aspiraciones intelectuales, morales, espirituales y religiosas” (GS 64). De allí que, conforme al pensamiento social de la Iglesia debemos afirmar que la persona humana, que con su actividad laboral produce bienes y servicios para su sustento y el de su familia, es el sujeto y origen de toda actividad económica, y por ello debe ser el centro y el beneficiario de la misma.

Así mismo, que toda actividad humana: social, política, económica y cultural, debe estar orientada al servicio universal de todos los seres humanos, de “todo grupo de hombres, sin distinción de raza o de continente  (GS 64).

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Los Derechos Humanos

De la grandeza y dignidad de la persona brota la afirmación insoslayable de los derechos innatos e inviolables de cada ser humano, los cuales son la expresión de la dignidad, de las necesidades básicas, y de las legítimas aspiraciones de las personas, considerados desde el punto de vista jurídico (cf. CIGNS 107). Estos derechos humanos, individuales y sociales, económicos, políticos y culturales, así como los derechos de las naciones, deben constituir el eje central de toda actividad de defensa y promoción de la persona humana en el ámbito social y ético cultural.

Estas afirmaciones, dice el Concilio Plenario de Venezuela, tienen una importancia decisiva para comprender cuál debe ser la contribución de la Iglesia a la gestación de una nueva sociedad, pues expresa el compromiso de la Iglesia en su conjunto y de cada cristiano en particular con la dignidad de las personas, y presenta los derechos humanos como camino éticamente valido de crecimiento y desarrollo.

El horizonte de la promoción y defensa de los derechos humanos ofrece, a la Iglesia una referencia concreta para su acción transformadora del mundo, especialmente en tiempos como los nuestros cuando el individualismo y la cultura de consumo están trastornando seriamente la concepción de los valores éticos, oscureciendo el ámbito de los derechos humanos, con la consecuente pérdida del sentido de fraternidad, justicia y solidaridad.

La defensa efectiva de los derechos innatos de las personas se traduce en el reconocimiento de la igualdad fundamental entre ellas, en cuanto a su dignidad y derechos. Esto implica la consecuente opción de solidaridad con los pobres de la sociedad. Por ello, la Iglesia, en virtud de su compromiso evangélico, se siente llamada a estar junto a estas personas, a discernir la justicia de sus reclamaciones y a ayudar a hacerlas realidad, sin perder de vista el bien común.

Los obispos de América Latina reunidos en Medellín, Puebla, Santo Domingo y Aparecida, han señalado que el enunciado de los derechos fundamentales de la persona humana constituye parte indispensable del contenido de la Evangelización (Cf. Med 2, 22; DP 1270-1273; SD 20; 165), y han insistido en que tales derechos no son una concesión del Estado, pues pertenecen a cada ser humano por naturaleza[3].

En línea de continuidad con estas enseñanzas, los obispos de Venezuela han proclamado la grandeza, inviolabilidad y centralidad de los derechos de cada persona, desde el momento de su concepción hasta su muerte natural a través de numerosas Cartas y Exhortaciones Pastorales (cf. CEV, Compañeros de camino, I-IV); y han asumido la defensa de tales derechos con la creación de Vicarías de Derechos Humanos u otros organismos para el trabajo pastoral en este campo. Además, la Iglesia se ha hecho solidaria con las organizaciones e instancias que los promueven.

 Bástenos un ejemplo aún reciente, del talante de estas intervenciones: “pese a que la Constitución del país le dedica el capítulo seis a los DDHH, lo cual fue presentado en su momento como un gran aporte a la modernización del derecho constitucional, muy pronto esos derechos humanos han sido desconocidos por sus propios autores. De hecho, quienes los exigen se convierten en víctimas de persecución y descalificación violenta y opresora, del acoso y extorsión a personas particulares sin tener a donde recurrir para denunciar las múltiples faltas… Además, es notorio cómo se ha deteriorado la calidad de vida, educación, salud, y servicios básicos; padecemos una inflación indetenible y una devaluación que ha empobrecido a toda la población. Todo esto ha llevado al aumento de la migración forzada, que en vez de ser protegida, es objeto de vejación por los agentes policiales y militares a lo largo del camino. Esta migración es la prueba más evidente del gran fracaso de las políticas públicas (económicas y sociales) ejecutadas por el Gobierno[4]

 En esta línea, todos debemos crecer en la conciencia que los cristianos en nuestra vida cotidiana, familiar, profesional y social, estamos llamados a adoptar permanentemente una actitud profética de denuncia contra los abusos y violaciones de esos derechos, dando así testimonio concreto del Evangelio de Jesucristo en la realidad histórico–cultural actual (cf. CIGNS 113).

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La opción preferencial por los pobres

Vinculada a la promoción y defensa a la dignidad de la persona humana y sus derechos inalienables, está la opción prioritaria que se ha realizado en nuestra Iglesia latinoamericana por los pobres (cf. DP 1134ss).

Esta opción nace de la convicción que en el corazón de Dios tiene un sitio preferencial para los pobres, tanto que hasta Él mismo “se hizo pobre” (2 Co 8,9). Por eso, toda nuestra historia de salvación camino está signada por los pobres. A ellos está destinada, en primer lugar la liberación de todas las esclavitudes. A ellos, cargados de dolor, agobiados por las carencias, les aseguró Jesús que Dios los tenía en el centro de su corazón: “¡Felices ustedes, los pobres, porque el Reino de Dios les pertenece!” (Lc 6,20). Con ellos se identificó Jesús, enseñando como lo vemos en Mt 25,35, que la misericordia hacia ellos es la llave del cielo (cf. Mt 25,35s) (197).

Esta convicción fue la llevó al Papa Benedicto XVI a dejar claro en el discurso inicial de la V Conferencia General del Episcopado latinoamericano celebrada en Aparecida (2007) que para la Iglesia la opción por los pobres es una categoría teológica antes que cultural, sociológica, política o filosófica, ya que “está implícita en la fe cristológica en aquel Dios que se ha hecho pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza” (nº 3). Y como afirmó el Papa Francisco,  la nueva evangelización es una invitación a reconocer la fuerza salvífica de sus vidas y a ponerlos en el centro del camino de la Iglesia (Cf. EG 198).

Por eso hay que decir, sin lugar a ambages, que de nuestra fe en Cristo hecho pobre, y siempre cercano a los pobres y excluidos, brota la preocupación por el desarrollo integral de los más abandonados de la sociedad. Y por eso, cada cristiano y cada comunidad cristiana (parroquia o centro de pastoral, institución educativa católica, o movimiento apostólico) están llamados a ser, cada uno de acuerdo a su carisma y proyección instrumentos de Dios para la liberación y promoción de los pobres, de manera que puedan integrarse plenamente en la sociedad.

Esto supone estar siempre atentos para escuchar el clamor del pobre y socorrerlo (Cf. EG 187), crear una nueva mentalidad que piense en términos de comunidad, de prioridad de la vida de todos sobre la apropiación de los bienes por parte de algunos (Cf. EG 188), y reconocer que la peor discriminación que sufren los pobres es la falta de atención espiritual, por lo que la opción preferencial por los pobres debe traducirse principalmente en una atención religiosa privilegiada y prioritaria (Cf. EG 200).

Al mismo tiempo, es indispensable prestar atención para estar cerca de nuevas formas de pobreza y fragilidad donde estamos llamados a reconocer a Cristo sufriente, aunque eso aparentemente no nos aporte beneficios tangibles e inmediatos: los sin techo, los toxico-dependientes, los refugiados, los pueblos indígenas, los ancianos cada vez más solos y abandonados, los migrantes, los esclavizados por la trata de personas  (Cf. EG 210).

Recientemente, y ante la dramática situación social y económica que vive nuestro país, hemos afirmado los obispos de Venezuela:La Iglesia católica, a través de sus instituciones y parroquias, acompaña de cerca la vida de nuestro pueblo, e intenta suplir sus necesidades prioritarias, desde sus limitadas posibilidades, competencias y permisos que le otorgan. Pese a todo, reiteramos nuestro firme compromiso de seguir descubriendo y sirviendo a Jesucristo en nuestros hermanos necesitados (cf. Mt 25,31-40)[5].

 

El diálogo y la amistad social cimentada en la cultura del encuentro

Otro tema de gran actualidad para nosotros, y que constituye uno de los aspectos resaltantes del pontificado del Papa Francisco, tal como se recoge en el apartado IV del capítulo cuarto de la Exhortación Apostólica “La alegría del Evangelio” titulado El diálogo social como contribución a la paz (EG 238)[6].  Ya en un encuentro con dirigentes sociales en Río de Janeiro con motivo de la Jornada Mundial de la Juventud 2013 había afirmado: “cuando los líderes de los diferentes sectores me piden un consejo, mi respuesta es siempre la misma: diálogo, diálogo, diálogo. El único modo de que una persona, una familia, una sociedad, crezca; la única manera de que la vida de los pueblos avance"[7]. Y en la Encíclica Fratelli Tutti concluye: “para que en el mundo, en nuestra sociedad, en la Iglesia, seamos Hermanos Todos necesitamos dialogar” (Cf. FT 198).

Pero aclara, cuando se habla de diálogo social no se trata tan sólo de decir para qué sirve el diálogo, (cf. FT 198), o confundirlo con el febril intercambio de opiniones que se da en las redes sociales, muchas veces orientados por información mediática no siempre confiables (cf. FT 200- 201). Tampoco se debe confundir con una negociación concentrada por la adquisición de los beneficios que otorga el poder o por la imposición de su forma de pensar, con escaso interés por el bien común la escasa preocupación de muchos sectores por el bien común.

Por el contrario, - afirma el Papa -, que el auténtico diálogo social “se alimenta de la capacidad de comprender el sentido de lo que el otro dice y hace, aunque uno no pueda asumirlo como una convicción propia. Así se vuelve posible ser sinceros, no disimular lo que creemos, sin dejar de conversar, de buscar puntos de contacto, y sobre todo de trabajar y luchar juntos (QA 108). Este espíritu de libertad es un permanente estímulo que permite alcanzar más adecuadamente la verdad, o al menos expresarla mejor. Impide que los diversos sectores se instalen cómodos y autosuficientes en su modo de ver las cosas y en sus limitados intereses.  (cf. FT 203).

En este sentido, dialogar no significa claudicar en nuestras ideas o relativizarlas, ya que el relativismo no es la solución. Cuando esto sucede “la cultura se corrompe, escasean los proyectos políticos auténticos y las leyes pierden su fuerza, o son entendidas tan sólo como imposiciones arbitrarias y como obstáculos a evitar” (FT 206; LS 123). No hay que olvidar que una sociedad es noble y respetable, tiene futuro, cuando ella se cultivan la búsqueda de la verdad y el apego a las verdades más fundamentales (cf. FT207).

En lo que respecta al caso venezolano, los obispos nos hemos pronunciado oportunamente, afirmando que: “el diálogo y la negociación entre Gobierno y representantes de la Oposición, en principio, son inobjetables y necesarios. Sin embargo, deben darse en condiciones distintas de las que hasta ahora se han establecido. Es indispensable un reconocimiento y respeto institucional. Toda negociación ha de fundamentarse en la integridad de los negociadores, en objetivos claros y en una agenda preestablecida y conocida, para que pueda gozar de la confianza y credibilidad de la población”[8].

 

El verdadero diálogo social sólo puede fundamentarse en la cultura del encuentro, por la que una sociedad puede ir más allá de las dialécticas que enfrentan.

Cuando se habla de cultura del encuentro, se habla de algo más que una idea o una abstracción, ya que la palabra “cultura” indica algo que ha penetrado en el pueblo, en sus convicciones más entrañables y en su estilo de vida. Significa que como pueblo apasiona intentar encontrarse, buscar puntos de contacto, tender puentes, proyectar algo que incluya a todos. Esto se ha convertido en deseo y en estilo de vida (cf. FT 216). Esto es algo artesanal, trabajoso que exige generar procesos de encuentro, en los que un pueblo sepa recoger las diferencias (Cf. FT 217).

Esto, explica el Papa, implica desarrollar el hábito de reconocer al otro el derecho de ser él mismo y de ser diferente. Sin ese reconocimiento surgen maneras sutiles para que el otro se vuelva irrelevante o se generen formas de violencia. Por lo tanto, es necesario que entren en verdadero diálogo las grandes formas culturales que representan a la mayoría de la población. Por consiguiente, un pacto social realista e inclusivo debe ser también un “pacto cultural”, que respete y asuma las diversas cosmovisiones, culturas o estilos de vida que coexisten en la sociedad (cf. FT 218- 219).

En esa línea, los obispos de Venezuela nos hemos pronunciado diciendo: “tenemos que unir esfuerzos para que haya una verdadera participación de todos los ciudadanos en la refundación de nuestra nación… Solo tomando “conciencia del protagonismo de todos los miembros del pueblo venezolano, único y verdadero sujeto social de su ser y quehacer”, podemos alcanzar la meta tan deseada por la inmensa mayoría del pueblo: reconstruir nuestra nación… Nunca podremos alcanzar la meta del bien común para nuestro país y, especialmente, nunca podremos erradicar la pobreza y la miseria material y moral de nuestro pueblo, si no unimos esfuerzos y caminamos todos juntos hacia un objetivo común que implique la liberación y el desarrollo humano integral del pueblo. Jesús en su Evangelio nos llama a hacernos cercanos y presentes ante el que necesita ayuda. Todos y cada uno podemos y debemos considerar que tenemos una cuota personal y comunitaria en la construcción del bien común[9]

El proceso sinodal que estamos viviendo en los últimos meses nos invita decididamente al diálogo con las instituciones de la sociedad. En ese diálogo también podemos encontrar pistas para la tarea de contribuir a la gestación de una nueva sociedad, para la construcción de la Civilización del amor, como afirmaba San Pablo VI.

Es mi deseo que los resultados de esta investigación ayuden a generar debates fecundos, y a unir esfuerzos en pro de la calidad de vida de los hijos e hijas de esta tierra sucrense. Gracias.



[1] CEV, CXII Asamblea Plenaria Ordinaria, Exhortación Pastoral, Caracas, 11 De Julio 2019

[2] cf. Exhortación Apostólica Ecclesia in America, de Juan Pablo II, 1999)

 [3] cf. Juan XXIII, Encíclica Pacem in Terris nº 10.

[4] CONFERENCIA EPISCOPAL VENEZOLANA, CXV Asamblea Ordinaria Plenaria (virtual), Exhortación “Ante la gravísima situación del país”, Caracas, 11 de Enero 2021 nº 5 y 6.

 [5] CEV,  XLV Asamblea Plenaria Extraordinaria (Virtual) Exhortación pastoral “Sobre la dramática situación social, económica, moral y política que vive nuestro país”,  Caracas, 15 de Octubre De 2020

[6] Este tema en el pensamiento del Papa Francisco tiene sus antecedentes en la rica reflexión sobre el diálogo incluida por San Pablo VI en el capítulo tercero de su primera Encíclica “Ecclesiam suam” (6 de agosto del año 1964).

[7]Discurso en el encuentro con líderes, dirigentes y representantes de diversos sectores sociales brasileños, realizado en el Teatro Municipal de Río de Janeiro (27de julio de 2013)

[8] CONFERENCIA EPISCOPAL VENEZOLANA, CIX Asamblea Ordinaria Plenaria, Exhortación pastoral “Dios consolará a su pueblo” (Isaías 49, 13) Caracas, 12 de enero de 2018, nº 12.

[9] CEV, CXVI Asamblea Ordinaria Plenaria, Exhortación Pastoral, “Todo reino que se divide, corre a la ruina” (Mt.12, 25)  Caracas, 12 De Julio 2021.



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